Archivo del mes: mayo 2016

La clase feminista

Con frecuencia las clases donde examinamos cuestiones vinculadas al feminismo, algo que sucede semanalmente en la nueva materia que he comenzado a dictar en compañía de una querida colega en la Universidad de San Andrés, derivan en comentarios y reflexiones profundamente personales, íntimas en ciertos casos. Pero quiero ser más específica.

Es una clase absolutamente femenina. Una clase propia.

Leonor Fini, La fête secrète, 1964.

Alguna vez me burlé de esta situación de confesión, antes de comprender su riqueza, descartándola como “momento de autoayuda”. Mi única excusa es la juventud. Pero, por supuesto, hay algo de negligencia patriarcal en desechar ese tiempo de enunciación de un problema, de una incomodidad, de un descubrimiento personal. De a poco, me voy librando de estos vicios. El espacio de una clase feminista es uno de aprendizaje permanente.

La semana pasada la discusión sobre la representación de los nuevos espacios de consumo abiertos en la Francia decimonónica dieron paso a una queja generalizada frente a los modos en los que la publicidad argentina actual presenta los vínculos (pretendidamente ineludibles, pretendidamente naturales, pretendidamente feministas también) entre mujer y consumo desenfrenado.

Por supuesto, estos momentos de desahogo remiten a los grupos de concienciación feminista. Nunca lo había pensado de ese modo, pero esa “metodología” feminista resurge en cada clase. Es en verdad una fiesta secreta.

 

Bellezas

Durante los últimos años mi vida profesional pasó por el relevamiento de decenas de publicaciones periódicas de fines del siglo XIX e inicios del XX. Acicateada por esta experiencia y por muchas lecturas sobre la representación del cuerpo en el siglo XIX (Nochlin, Berger), ignoraba hasta qué punto nuestras ideas y prácticas sobre la belleza femenina tienen una fecha de nacimiento mucho más clara en las décadas de 1920 y 1930. En efecto, son relativamente pocas las normas de belleza de ese período que parecen perimidas, peligrosas o simplemente absurdas.

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Iré poniendo en orden estas ideas. Por el momento, me maravillo de la vasta aceptación que encuentra todo este aparato de control.

Conformarse

Entusiasmada por las discusiones del foro online de CAA sobre la enseñanza de la historia del arte, quiero reflexionar un poco sobre mi experiencia en los estudios de género, que son después de todo el único tema del que me siento medianamente capacitada para hablar.

Entre 2012 y 2014 dicté anualmente, junto a una colega, seminarios de grado sobre la crítica feminista a la historia del arte en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Cada año contamos con la entusiasta participación de un nutrido grupo de estudiantes, no sólo de Artes sino también de otras carreras (Letras, Antropología e Historia). En casi todos los casos, pero especialmente de forma notable en las estudiantes de Artes, existía un deseo no satisfecho por el curriculum de las carreras: la exploración de la noción de “género” como herramienta de análisis crítico de la cultura. Año tras año las estudiantes me contaban, en nuestra primera clase, que en la carrera se estudiaba a Frida Kahlo, a Tarsila do Amaral y que en Plástica IV habían visto una obra de Artemisia Gentileschi. Adicionalmente, las estudiantes suspiraban por la clase (única) dedicada al tema en Historiografía, un recuerdo que atesoraban.

Fue un sacerdocio gustoso, donde mi trabajo era apreciado, pero a la vez, simplemente devaluado por las condiciones generales en las que se insertaba. El sitio al que podía aspirar dentro de la formación global de las estudiantes era nulo.

Nicolas de Largillière, Elizabeth Throckmorton, 1729.

Esta realidad, que sin dudas cambiará de la mano de las enormes figuras intelectuales que tiene la Universidad de Buenos Aires, me hace pensar en cuán afortunada soy de haber hallado en una universidad (muy poco proclive a ser vista como progresista por diversos círculos “intelectuales”) un espacio de enseñanza y reflexión sobre los cruces entre estudios de género y las artes visuales.

(Sin ir más lejos: ayer estaba charlando con una persona a quien acababa de conocer, antropóloga, egresada de la Universidad de Buenos Aires. Mencioné que tenía que dar clases al día siguiente. La persona me preguntó si daba clases en la Universidad de Buenos Aires. Cuando dije que no y comenté que doy clases en la Universidad de San Andrés, lanzó una especie de risita despectiva y me dijo que a veces había que conformarse. En fin. Me “conformo” con ser parte de una materia de grado dedicada íntegramente a los estudios de género.)

 

 

Ídolos y guardianes

En estos días estoy participando en una discusión online sobre enseñanza de historia del arte. Es la primera vez que tengo oportunidad de reflexionar sobre el más bello desafío que me ha dado la Universidad de San Andrés: formar parte de una materia de grado dedicada a los estudios de género, el arte y la literatura.

En nuestra universidad las humanidades integran la formación de todos los estudiantes. Por lo tanto, mis estudiantes son futuras abogadas, politólogas, economistas y, en menor medida, graduadas en humanidades. La mayor parte de ellas han tomado el curso de manera electiva. Están aquí porque quieren. Eso es simplemente hermoso.

La diversidad del grupo me generaba dudas: ¿estarían preparadas para absorber, para aprovechar, para cuestionar los debates entre los estudios de género y la historia del arte? Mis dudas se disiparon muy rápidamente. Mis estudiantes son flexibles. Están abiertas a todos los temas. Charlan, discuten, se conmueven.

Más que nunca cuestiono a los guardianes disciplinares, a aquellos personajes que reclaman la endogamia disciplinar. Con razón, en medio de este sistema, tenemos tantas ideas tontas.

Giovanni D’Alemagna, Santa Apolonia destruye un ídolo pagano, circa 1442-1445.

Para mí admitir este estado de cosas significa desandar parte de mi camino de formación, pues la insistencia en los límites disciplinares fue una parte importante de ella.

Entonces, me subo a la escalerita con una maza y rompo todo.
 

Payasadas

Estoy dando los últimos toques a la clase que daré este miércoles en el marco de la materia Arte argentino y latinoamericano del siglo XIX. Nervios aparte, pensar en qué tengo para trasmitir (“la pepita de verdad”, como diria Virginia) me lleva a una consideración bastante positiva de mi trabajo… Pero quiero explicarme bien. No quiero decir pavadas o hacer payasadas.

Rudolf Spohn, Autorretrato como payaso, 1930.

En 2008, cuando terminé mi carrera de grado, me debatía en la incertidumbre más absoluta. Pero tenía una idea clara: no quería investigar sobre la obra de Berni, Spilimbergo, Pettoruti, Basaldúa, Butler, Maldonado… Podría continuar con los nombres que no me interesaban. En principio, me interesaba bucear en un grupo de nombres que desconocía.

No sé cuáles son los méritos de mi trabajo. Con mucha frecuencia pienso que su única virtud reside en no haber continuado indagando en dirección de una narrativa maestra que se ha demostrado incapaz de incorporar a centenares de mujeres.

Esto no me parece una payasada.

 

 

Clases (o cómo seguir amando la docencia)

Me encuentro en una encrucijada. Mi bello proyecto de humanidades digitales avanza lentamente. Muy lentamente, es indudable.

En el medio, tengo que afrontar grandes responsabilidades docentes. No lo pongo en términos pomposos. Creo honestamente que dar clases es una enorme responsabilidad.

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Este semestre estoy cumpliendo uno de mis sueños: junto a una gran docente e investigadora hemos iniciado una materia de grado dedicada a la reflexión en torno al género, la literatura y el arte. Cada clase es un bello desafío, un momento en que me enfrento a un grupo de estudiantes tan curiosas como brillantes.

En el medio… mi proyecto de humanidades digitales. Se viene el congreso de la Asociación Argentina de Humanidades Digitales  y no sé si tengo avances que presentar.